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Silencio digital y poder: el apagón en Afganistán y los límites contemporáneos de la libertad de expresión

Nota: Las opiniones expresadas en este texto son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan necesariamente la posición de este sitio web.


Homens tentando conectar sua smart TV à internet em casa em Cabul, Afeganistão, na terça-feira 30 de outubro, 2025.
Hombres intentan conectar su televisor inteligente a internet en casa en Kabul, Afganistán, el martes 30 de octubre de 2025. (Foto: Sayed Hassib/Reuters)

En septiembre de 2025, Afganistán vivió una de las manifestaciones más expresivas de censura de la era digital, cuando, durante casi dos días, el país fue sometido a un apagón nacional de internet y telefonía móvil, decretado por el régimen talibán, grupo que, desde 2021, había retomado el control del Estado y consolidado un modelo de gobierno basado en la moral religiosa y en el rechazo a las influencias externas. La justificación oficial para la suspensión de los servicios se presentó como un intento de proteger la “moralidad pública” y contener la “corrupción” traída por el contacto con el mundo occidental, pero el episodio revela algo más profundo y estructural: la incapacidad de los regímenes políticamente frágiles para lidiar con la pluralidad y la crítica sin recurrir al silencio como forma de gobierno.


Más que un acontecimiento aislado, el apagón afgano se inscribe en un proceso histórico más amplio, en el que el control de la información se ha convertido en un instrumento central de mantenimiento del poder. La medida, que a primera vista podría parecer un gesto contingente de autoridad, expresa en realidad una lógica de larga duración, marcada por una relación conflictiva entre tradición y modernización, religión y política, dependencia económica y aspiración de soberanía. El control sobre el discurso, en este contexto, funciona como sustituto del control sobre la realidad: incapaz de transformar las condiciones materiales del país, el régimen administra el miedo mediante la interdicción del habla.


La trayectoria reciente de Afganistán puede entenderse como la historia de un país que, situado entre imperios e intereses geopolíticos, rara vez ha tenido la oportunidad de definir su propio destino. Desde el siglo XIX, el territorio afgano fue escenario de disputas estratégicas entre potencias extranjeras: primero, como zona de contención en el enfrentamiento entre el Imperio Británico y el Imperio Ruso, durante el llamado “Gran Juego”; más tarde, como frontera de resistencia a la expansión soviética y, ya en el siglo XXI, como campo de batalla de la “guerra contra el terror” liderada por Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Cada una de estas presencias externas produjo transformaciones políticas y sociales profundas, pero ninguna de ellas consolidó instituciones estables ni un sentimiento de unidad nacional. El resultado fue un Estado fragmentado, cuya autoridad central siempre dependió de alianzas precarias y de la presencia de fuerzas extranjeras, y una sociedad marcada por la superposición entre estructuras tribales, religión e intervenciones militares.


Cuando los talibanes regresan al poder en 2021, tras la retirada abrupta de las tropas estadounidenses y el colapso del gobierno apoyado por Occidente, su ascenso no se produce como una ruptura, sino como el cierre de un ciclo. La promesa de “purificación moral” que el movimiento proclama funciona tanto como gesto simbólico de recuperación de la soberanía como estrategia de reconstrucción de legitimidad ante el vacío político y económico dejado por la ocupación. El discurso religioso, que mezcla la ley islámica con la retórica de la resistencia nacional, ofrece un marco ideológico capaz de dar coherencia a un país devastado por cuarenta años de guerra, aunque a costa de la represión de las diferencias internas y del borrado de la pluralidad cultural que siempre ha caracterizado a Afganistán.


La crisis económica que siguió a la toma del poder por los talibanes intensificó aún más esta dinámica. Con las sanciones internacionales, la suspensión de la ayuda financiera y la congelación de activos extranjeros, el Estado afgano perdió sus principales fuentes de ingresos. Se estima que alrededor del 90% de la población vive hoy en condiciones de pobreza, dependiendo de organizaciones humanitarias para garantizar la supervivencia básica. En este escenario de colapso material, la moralidad religiosa se convierte en instrumento de gobierno: sustituye el discurso económico y opera como forma simbólica de control social. Al apelar a la fe y a la pureza, el régimen reafirma su autoridad en medio de la escasez, creando la ilusión de orden moral donde hay ruina institucional. La censura digital, presentada como defensa contra la corrupción de costumbres y la influencia occidental, cumple la misma función. Más que impedir el acceso a la información, reorganiza la sociedad a partir de la exclusión, separando el mundo de lo permitido y lo prohibido, reinstaurando una jerarquía en la que el silencio es condición de pertenencia y la obediencia, la forma más segura de supervivencia.


Tecnología y soberanía: la paradoja de la dependencia


Al desconectar Internet, los talibanes no solo realizan una medida administrativa, sino que escenifican una concepción simbólica de soberanía fundada en la idea de que el poder se manifiesta mediante el dominio del territorio y el control de los flujos. Este gesto de desconexión revela, sin embargo, una contradicción característica de los regímenes autoritarios contemporáneos: el intento de afirmar autonomía dentro de un sistema cuya lógica es, por naturaleza, relacional. En un orden global sustentado en la interdependencia informativa, el aislamiento no genera soberanía, sino una forma paradójica de dependencia. El Estado que corta la red no se emancipa de las estructuras externas de poder; solo abdica de participar en ellas y, al hacerlo, reafirma su subordinación estructural.


Gran parte de la infraestructura de comunicación de Afganistán está administrada por empresas extranjeras y depende de cables y satélites internacionales, lo que hace que la interrupción sea más simbólica que efectiva. La suspensión de la conectividad no representa un logro sobre la influencia externa, sino la interrupción de un circuito vital del que el propio régimen forma parte. Bajo la apariencia de autoridad, el acto de desconexión expone la fragilidad de un gobierno cuya existencia depende precisamente de aquello que pretende rechazar.


Esta contradicción resuena con lo que Achille Mbembe describe como “autonomía negativa”, concepto que identifica la búsqueda de legitimidad, en ciertos Estados poscoloniales, mediante el aislamiento. La independencia, en este caso, no es la expresión de una capacidad de actuar, sino la escenificación de una negación. Se trata de una forma de poder que se define menos por la producción de vínculos que por la negación del otro. Desconectar Internet se convierte así en el equivalente contemporáneo al cierre de fronteras simbólicas: un acto que busca proteger la identidad nacional mediante la interrupción del contacto, convirtiendo el miedo a la contaminación cultural en política de Estado.


Libertad de expresión y sus ambigüedades


La libertad de expresión, consagrada en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se presenta frecuentemente como un derecho absoluto, pero su concreción siempre depende de las condiciones históricas, políticas y culturales en que se inscribe. En democracias liberales, se apoya en instituciones que regulan el conflicto simbólico y garantizan la coexistencia de voces divergentes; la libertad, en este contexto, no es ausencia de límites, sino la posibilidad de que los límites sean constantemente discutidos.


En los regímenes teocráticos, el derecho a la expresión se interpreta dentro de un horizonte moral y religioso que subordina el discurso humano a un principio trascendente de verdad. Afganistán, gobernado por los talibanes, representa una forma extrema de esta tensión: al eliminar la frontera entre lo sagrado y lo político, el régimen disuelve la propia idea de autonomía discursiva. Hablar libremente, en este contexto, no solo implica transgredir el orden institucional, sino desafiar la estructura espiritual que legitima el poder.


El autoritarismo, sin embargo, rara vez se sostiene mediante el silencio absoluto. Al contrario, depende de una administración selectiva del lenguaje. En lugar de abolir la comunicación, la jerarquiza, determinando qué puede decirse, quién puede hablar y cómo debe circular el discurso. La censura explícita, como el apagón digital impuesto por los talibanes, es solo la manifestación más evidente de un sistema más profundo de control, que se ejerce de forma difusa sobre la vida cotidiana. El Estado moldea no solo el contenido de los discursos, sino también los gestos, los rituales y los modos de escucha. Es mediante este control capilar del decir y del oír que se construye la apariencia de estabilidad de regímenes sostenidos en la uniformidad de la fe y la exclusión del conflicto. El orden resultante no es señal de armonía, sino de silencio; no es producto de consenso, sino de disciplina.


El lugar de las democracias


Sería un error tratar el caso afgano como una anomalía distante, fruto exclusivo de un régimen teocrático y autoritario. En distintas proporciones, ilumina debates que también atraviesan sociedades democráticas, incluido Brasil, especialmente en lo que respecta a la regulación del entorno digital. Aquí se discute con insistencia la creación de marcos legales para combatir la desinformación, los discursos de odio y los delitos cibernéticos, un movimiento que, en gran medida, responde a la necesidad de enfrentar problemas concretos, pero que, al mismo tiempo, revela el riesgo inherente de transformar la protección en vigilancia y la regulación en una forma velada de control.


El país atraviesa un momento en que la demanda de seguridad digital y mayor rendición de cuentas de las plataformas crece en la misma proporción en que aumenta la preocupación por los efectos de la polarización política y la manipulación informativa. En este contexto, la idea de limitar el alcance de contenidos considerados nocivos surge como un intento de preservar la integridad del debate público, pero el terreno en que se pisa es resbaladizo. El mismo instrumento que puede frenar prácticas delictivas puede, si está mal delineado, abrir brechas para la censura de voces legítimas. Así como el apagón afgano hizo explícita la vulnerabilidad de un Estado que confunde control con estabilidad, Brasil se enfrenta al desafío de diseñar políticas digitales que no reproduzcan, bajo otro lenguaje, la lógica de censura que dicen combatir.


Aunque el contexto nacional esté lejos de una experiencia autoritaria, persiste la susceptibilidad al uso político o moralizante de los instrumentos de regulación. El problema, por lo tanto, no está en discutir el tema, sino en cómo hacerlo. Es necesario reconocer que Internet alberga prácticas delictivas, como fraudes, acosos, incitación a la violencia y difusión de odio, y que combatirlas es imperativo. Sin embargo, esta tarea requiere soluciones técnicas y jurídicas que respeten el pluralismo y la transparencia, y no respuestas genéricas que concentren el poder de decidir qué es aceptable en pocas manos.


El apagón digital en Afganistán va más allá de un episodio aislado de autoritarismo y se inscribe como síntoma de las contradicciones estructurales de nuestro tiempo. Evidencia que la disputa en torno a la libertad de expresión se ha desplazado progresivamente del plano ideológico al plano técnico, en el que la infraestructura digital, compuesta por cables, servidores, redes y algoritmos, se ha convertido en el verdadero territorio político del siglo XXI. El poder, antes ejercido mediante la imposición directa de la fuerza o la censura explícita, se manifiesta ahora en la administración de los flujos de información y en la capacidad de determinar qué circula, qué es visible y qué permanece invisible. La tecnología, que alguna vez fue celebrada como promesa de democratización, se ha convertido en el nuevo campo de tensión entre control y autonomía.


Al mismo tiempo, el episodio muestra que el silencio no es ausencia de lenguaje, sino una forma de comunicación dotada de intencionalidad política. El silencio impuesto por el corte de Internet revela el miedo y la vulnerabilidad de los regímenes cuya estabilidad depende de la supresión del conflicto. La censura, en este sentido, no es solo una estrategia de gobierno, sino un discurso sobre el propio poder, un intento de reafirmar la autoridad mediante la negación de la palabra ajena.


El desafío contemporáneo consiste en comprender que la libertad de expresión no se reduce al derecho individual de hablar, sino que implica la responsabilidad colectiva de sostener el disenso como parte constitutiva de la vida pública. La libertad no es la ausencia de tensión, sino el espacio en que el conflicto puede existir sin necesidad de ser reprimido. En una época en que el poder se ejerce mediante la modulación de los flujos comunicacionales, defender el derecho a la expresión significa también defender las condiciones materiales e institucionales que permiten el enfrentamiento de ideas. Cabe recordarnos que la libertad no es ausencia de conflicto, sino el espacio en que este puede existir.


Referencias


CLOUDFARE RADAR. Afghanistan internet outage, September 2025. Disponível em:


JOVEM PAN. ONU pede aos talibãs que restabeleçam telecomunicações no Afeganistão. 30 set. 2025. Disponível em: https://jovempan.com.br/noticias/mundo/onu-pede-aos-talibas-que-restabelecam-telecomunicacoes-no-afeganistao.html.


INTERNETLAB. Relatório sobre regulação de plataformas e liberdade de expressão no Brasil. São Paulo, 2023.


UNITED NATIONS. Afghanistan: Humanitarian Response Report. Nova York: UN, 2024.


UNITED NATIONS. Declaração Universal dos Direitos Humanos. Paris: ONU, 1948.

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